Opinión de Eduardo Paoletti: «Le robaron a mi hija»

Hace unos días fue noticia la controvertida Resolución emitida por el Ministerio de Seguridad que plantea la posibilidad de utilizar armas de fuego “c) Para proceder a la detención de quien represente ese peligro inminente y oponga resistencia a la autoridad….d) Para impedir la fuga de quien represente ese peligro inminente, y hasta lograr su detención….” entre otras situaciones. Esta misma termina por definir peligro inminente en el artículo 5º haciendo una extensiva comprensión del concepto[1], y a su vez da amplísimas facultades de interpretación a los agentes al momento de su aplicación. Situaciones en las que un pensamiento lógico es muy dificultoso de realizar (la decisión se debe tomar con mucha celeridad), y en el cual las reglas deberían ser más claras sin dejar tamaña responsabilidad a quien debe cumplir con la directiva. 

Lamentablemente vivimos en una realidad en que los hechos delictivos cada vez son más y más cercanos, lo que nos lleva a escuchar frases como: “Le robaron a mi hija, la empujaron de la bici, la tiraron al piso y la rasparon toda. Encima el tipo no está preso, entra y sale. Hay que reventarlo, el sistema no funciona. Es una puerta giratoria.” Esta reacción es claramente entendible para quien se ve impotente ante una situación límite como esta, y no logra obtener una respuesta de parte del sistema que supuestamente debe evitar que suframos este tipo de acciones.

Somos parte de una sociedad, cumplimos nuestros deberes y obligaciones, hasta trabajamos para dar en tributos gran parte del producido pero hacemos esto a cambio de que nos garanticen un mínimo de seguridad para una convivencia pacífica. Queremos que el resto cumpla también las reglas y no perturbe nuestra felicidad. Es por eso que cuando esto no sucede y lo sufrimos, nos vemos frente a un punto límite que nos lleva a tomar decisiones, muchas veces, impensadas como sociedad. “El hartazgo ha estado presente tanto en el triunfo de Andrés Manuel López Obrador como en los intentos de construir la paz en Colombia, así como la reacción social que despertó el ascenso de Bolsonaro en Brasil”[2]

 Buscamos soluciones extremas, y simplistas. Creemos que una bala puede solucionar un problema social. Muchas veces las cuestiones y los pensamientos se tornan poco lógicos, ni medimos con la misma vara. Una tía abuela pone en duda la culpabilidad de un empresario y se enoja con quienes opinan lo contrario, pero condena sin juicio previo a políticos envueltos en la misma causa. Lo mismo sucede cuando juzgamos a una persona señalada por un delito de cuello blanco en comparación con aquel acusado de un robo a mano armada o de lesiones, donde nadie espera un juicio justo previo para considerarlo culpable, basta con su foto en las redes.

Nos plantea Roberto Gargarella un análisis sobre derecho penal, en donde se lo piensa para una “sociedad de iguales” y en la cual las reglas son puestas por la comunidad en su conjunto, con el objetivo de vivir mejor a través de una convivencia pacífica. Nadie impone, sino que todos decidimos sobre las normas que rigen nuestra vida en sociedad. Obedecer es obedecernos. Todos importamos. Ante esto, cuando alguien rompe una regla, lo tratamos como nos gustaría que nos traten a nosotros, y buscamos que reparare lo que provocó con su conducta errónea, para luego reincorporarlo en la sociedad. Son soluciones colectivas a problemas colectivos.

 Para Gargarella, nuestro problema se da -y claramente esto no funciona- porque no vivimos en una real sociedad de iguales. Y tiene razón, vivimos en una sociedad con desigualdades muy marcadas, donde las reglas que supuestamente son para todos, no terminan siendo así. Esta franja de desigualdad no deja de crecer, y de hecho “el 20% más rico vio crecer su renta en más del 170%, mientras que los más pobres –el 80% de menores ingresos- lo hicieron entre un 140% y 150%. Los datos surgen de un informe elaborado por el Centro de Estudios de Ciudad (CEC) de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA al que tuvo acceso Tiempo.” [3]

Esto nos lleva, a que por un lado digamos que la democracia es el mejor sistema conocido, imperfecto pero perfectible, y por otro pretendamos soluciones que se encuentran opuestas a los principios del citado sistema. Según el citado autor “…cientos o miles, ocasionalmente reunidos en una plaza, que piden penas más duras luego de que se cometa un crimen horrendo. Otra vez: dichas voces deben ser escuchadas, son absolutamente necesarias, pero no nos dicen nada relacionado con la democracia”[4].

 Es necesario entender que “…los cambios no tienen que ver con más ni peores leyes; ni con la presencia de más o menos policías en las calles; ni con políticas judiciales más o menos <garantistas>. Si algo cambió radicalmente en estas décadas, ello tiene que ver –lo queramos admitir o no- con los niveles de pobreza extrema y desigualdad alcanzados, en poco tiempo, e impuestos desde el Estado sin el mínimo cuidado social”[5] . Nos dice Gargarella que mientras no entendamos el problema como colectivo, no individual, y no prestemos atención a las cuestiones estructurales, no habrá mapa del delito o mano dura que pueda resolver el problema.

Claro que quiero que aquel que cometió un delito sufra las consecuencias de su actuación, y que la consecuencia sea una sanción proporcional a la gravedad o magnitud del hecho cometido. También creo que debemos apostar a la recuperación del que comete un ilícito, aunque no me caben dudas de su gran dificultad y, claro, el presupuesto que insume para una sociedad con enormes problemas económicos.

Pero más que todo lo anterior, quiero que no haya delitos o al menos que bajen, o aunque sea que no crezcan y para ello estoy seguro que no basta con atacar las consecuencias, sino que es necesario ir contra sus causas.    


[1] Ej.: “Cuando efectuase movimientos que indiquen la inminente utilización de un arma”.

[2] Alejandro Grimson, Frente a la extrema derecha, Le monde, nov 2018, p. 3

[3] www.tiempoar.com.ar

[4] Roberto Gargarella, Castigar al prójimo, Ed. S. XXI, Buenos Aires, 1º Ed., p. 23

[5] Ob. Cit, Gargarella, Castigar al prójimo, p. 272.

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